En un aparente abrir y cerrar de ojos, llevo 14 años siguiendo a Dios Todopoderoso. A lo largo de estos años he experimentado altibajos y el camino a menudo ha sido difícil, pero acompañada por la palabra de Dios, así como por Su amor y Su misericordia, me he sentido especialmente realizada. En estos 14 años, la experiencia más destacada fue mi detención de agosto de 2003. Bajo custodia, la policía del PCCh me torturó brutalmente y a punto estuvo de dejarme discapacitada. Fue Dios Todopoderoso quien veló por mí, me protegió y guio continuamente con Sus palabras, de modo que al final pude superar la tortura de aquellos demonios, mantenerme firme y dar testimonio. Durante esta experiencia sentí hondamente el extraordinario poder de las palabras de Dios Todopoderoso y el poderío de Su fuerza vital, con las que comprobé que Dios Todopoderoso es el único Dios verdadero que tiene soberanía y gobierna sobre todas las cosas. Más aún, Él es mi única salvación, el único en quien puedo confiar, y ninguna fuerza enemiga puede alejarme de Dios ni impedirme seguir Sus huellas.
Recuerdo aquella noche en que dos hermanas y yo estábamos reunidas, cuando de repente oímos ladrar al perro en el patio y que estaban saltando la tapia. Poco después oímos que golpeaban la puerta insistentemente, gritando: “¡Abran la puerta! ¡Están rodeadas!”. Rápidamente recogimos nuestras cosas y las guardamos, pero justo entonces la puerta se desplomó hacia adentro con un estampido y el resplandor de varias linternas nos enfocó directamente, cegándonos de tal manera que tuvimos que cerrar los ojos. Inmediatamente, más de una decena de personas entraron a gran velocidad en la sala y nos empujaron a la fuerza contra la pared, mientras gritaban: “¡No se muevan! ¡No hagan ninguna tontería!”. Después registraron la casa, que arrasaron como unos ladrones. En ese preciso momento, oí que desde fuera daban dos disparos, seguidos del grito de uno de los policías de dentro: “¡Las tenemos! ¡Son tres!”. Nos esposaron y luego nos metieron bruscamente en un vehículo policial. Ya había recuperado la cordura y me di cuenta de que la policía nos había detenido. Una vez en el vehículo, uno de los policías, porra eléctrica en mano, gritó: “¡Escuchen todas! ¡Quietas, que a la que se mueva le doy una descarga y, aunque la mate, no habré infringido la ley!”. Por el camino, dos de esos malvados policías me tenían encajonada entre ambos en el asiento, y uno de ellos colocó mis piernas en su regazo y me echó en sus brazos. Lascivamente, dijo: “¡Perderé mi oportunidad si no me aprovecho de ti!”. Se pegó mucho a mí, pese a que yo luchaba con todas mis fuerzas, hasta que otro policía observó: “¡Deja de meterle mano! Démonos prisa con el encargo para poder acabar”. Fue entonces cuando me soltó.
Nos llevaron a comisaría y nos encerraron en una sala minúscula, tras lo cual nos esposaron a cada una a una silla metálica distinta. La persona encargada de nuestra custodia nos preguntó con dureza nuestro nombre y dónde vivíamos. Estaba nerviosa y no sabía qué decir, así que oré en silencio a Dios para pedirle sabiduría y las palabras adecuadas. En ese momento recibí esclarecimiento de las palabras de Dios: “Tomar en consideración los intereses de la familia de Dios primero en todas las cosas; significa aceptar el escrutinio de Dios y obedecer Sus disposiciones” (‘¿Cómo es tu relación con Dios?’ en “La Palabra manifestada en carne”). ¡Exacto! Tenía que priorizar los intereses de la familia de Dios. Ante cualquier tortura o suplicio, no podía traicionar a mis hermanos y hermanas ni convertirme en una judas y traicionar a Dios. Tenía que mantenerme firme y dar testimonio de Dios. Después de aquello, daba igual cómo me interrogara: yo lo ignoraba. A la mañana siguiente, cuando estaban a punto de llevarnos al centro de detención, el policía lascivo me dijo: “¡Hicimos la redada para capturarte! ¡Teníamos que seguir buscando hasta encontrarte!” Mientras me esposaba me manoseó los pechos, lo cual me enfureció. Jamás imaginé que la Policía Popular me acosaría así a plena luz del día. ¡No eran sino unos mafiosos y unos bandidos! ¡Fue verdaderamente asqueroso y odioso!
En el centro de detención, y con el fin de que les diera la dirección de mi casa e información sobre mi creencia en Dios, la policía envió primero a una agente para que me convenciera y adulara haciendo de policía buena. Cuando se dieron cuenta de que aquello no funcionaba, me grabaron en video a la fuerza y me dijeron que llevarían la grabación a la televisión y hundirían mi reputación con ella. Yo sabía, no obstante, que era una simple creyente en Dios que buscaba la verdad, iba por la senda correcta en la vida y no había hecho nada deshonroso, ilegal ni delictivo, así que, en tono ofendido, respondí: “¡Hagan lo que quieran!”. Al ver que su truco no funcionaba, esos malvados policías decidieron torturarme brutalmente. Como a una delincuente habitual, me esposaron, me pusieron unos grilletes de 5 kilos y me escoltaron hasta un vehículo para llevarme a un interrogatorio. Como los grilletes de los pies pesaban tanto, tenía que arrastrarlos mientras caminaba. Me costaba mucho caminar y, a los pocos pasos, la piel de los pies se me desgarró y se quedó en carne viva. Una vez en el vehículo, me pusieron inmediatamente una bolsa negra en la cabeza y me encajonaron entre dos agentes. De pronto pensé para mis adentros, conmocionada: “Estos malvados policías carecen de toda humanidad, y a saber qué atrocidades van a cometer para torturarme. ¿Y si no aguanto?”. Así pues, me apresuré a orar a Dios: “¡Dios Todopoderoso! Mi carne es débil ante las circunstancias que estoy a punto de padecer. Por favor, protégeme y dame fe. Sean cuales sean las torturas que me apliquen, deseo mantenerme firme en el testimonio para satisfacerte y me niego rotundamente a traicionarte”. Entramos en un edificio, me quitaron la bolsa de la cabeza y me mandaron quedarme de pie todo el día. Aquella noche, un policía se sentó frente a mí, cruzó las piernas y me dijo en tono violento: “¡Colabora contestando mis preguntas y te soltaremos! ¿Cuántos años llevas creyendo en Dios? ¿Quién te lo predicó? ¿Quién es el líder de tu iglesia?”. Como no le contesté, gritó, enfadado: “¡Parece que no vas a responder si no te dejamos clara la alternativa!” Me ordenó levantar las manos por encima de la cabeza y que no me moviera mientras continuara de pie. Al poco tiempo me empezaron a doler los brazos y no podía mantenerlos por encima de la cabeza, pero no me dejaba bajarlos. No lo hizo hasta que vio que estaba sudando y temblando de arriba abajo y que ya no los podía sostener más en alto; pese a ello, siguió sin dejar que me sentara. Me obligó a estar de pie hasta el amanecer, cuando ya tenía las piernas y los pies entumecidos e hinchados.
En la mañana del segundo día se pusieron a interrogarme de nuevo, pero seguí negándome a contarles nada. Me quitaron por un lado las esposas (encadenadas) y luego el jefe me golpeó violentamente detrás de las rodillas con un palo de madera de 10 cm de grosor y 70 cm de largo para que me arrodillara. Entonces me metió el palo a la fuerza en la parte posterior de las rodillas, me estiró los brazos por debajo del palo y me obligó a volver a ponerme las esposas. Inmediatamente, sentí el pecho oprimido, me costaba respirar y los tendones de los hombros se me tensaron al límite. Tenía los gemelos tan tensos que parecían estar a punto de partirse. Me temblaba todo el cuerpo de tanto dolor. Unos tres minutos después, traté de adaptar mi postura, pero no me sostenía y, de golpe, caí de glúteos bocarriba. Uno de los cuatro policías de la sala ordenó a otros dos que se pusiera cada uno a un lado junto a mí y que con una mano empujaran el palo de madera hacia abajo mientras con la otra me echaban los hombros hacia delante; al tercero le dio la orden de sujetarme la cabeza con las manos mientras me daba patadas en la espalda, lo que me dejó en cuclillas, postura que luego me ordenaron mantener. Pero tenía un dolor insoportable en todo el cuerpo y pronto me volví a caer, momento en que me pusieron de nuevo en cuclillas. Continuamente me caía y me ponían en cuclillas una y otra vez; una tortura que se prolongó aproximadamente una hora, hasta que finalmente, cuando todos estaban sudando sofocados, el jefe dijo: “¡Basta, basta! ¡Estoy demasiado cansado para esto!”. Fue entonces cuando retiraron el instrumento de tortura. Estaba completamente debilitada y me tumbé en el suelo jadeando, totalmente coja. Para entonces las esposas me habían descarnado la piel de las muñecas y, bajo los grilletes, tenía los tobillos cubiertos de sangre. Con tanto dolor, sudaba todo el cuerpo y, como el sudor se me metía en las heridas, el dolor era como si me estuvieran cortando con un cuchillo. Ante semejante desesperación, no pude evitar gritar para mis adentros: “¡Oh, Dios! ¡Sálvame, no puedo soportar esto mucho más!”. En ese momento, las palabras de Dios me dieron esclarecimiento: “Cuando las personas están preparadas para sacrificar su vida, todo se vuelve insignificante y nadie puede conseguir lo mejor de ellas. ¿Qué podría ser más importante que la vida?” (‘Capítulo 36’ de Interpretaciones de los misterios de las palabras de Dios al universo entero en “La Palabra manifestada en carne”). Las palabras de Dios me lo aclararon todo inmediatamente. Satanás sabe que la gente ama la carne y tiene miedo a la muerte incluso en mayor medida, así que esperaba hacerme un daño cruel en mi propia carne para que temiera la muerte y, por tanto, traicionara a Dios. Eso tramaba, pero Dios también estaba empleando la trama de Satanás para probar mi fe y lealtad a Él. Dios quería que diera testimonio de Él en presencia de Satanás y, por consiguiente, lo humillara. Una vez que entendí la voluntad de Dios, redescubrí mi fe y mi fuerza, además de mi afán por mantenerme firme y dar testimonio de Dios incluso a costa de mi propia vida. Tan pronto juré arriesgar mi vida para satisfacer a Dios, mi dolor disminuyó mucho y, por otra parte, no estaba tan angustiada y triste. Después, el policía me mandó ponerme de pie y me dijo airadamente: “¡Pensé que te había dicho que te pusieras de pie! ¡A ver cuánto duras!”. Y entonces me obligaron a quedarme allí de pie hasta que oscureció. Por la noche, cuando fui al baño, tenía los pies hinchados y cubiertos de sangre congelada a causa de los grilletes, así que solo podía arrastrarlos por el suelo unos pocos pasos cada vez. Me costaba muchísimo moverme, pues siempre que me movía sentía un dolor agudo en los pies, y a cada paso dejaba un inequívoco reguero de sangre fresca. Tardé casi una hora en caminar los 30 metros de ida y vuelta del baño. Aquella noche no pude evitar frotarme las piernas hinchadas con las manos y, tanto si las flexionaba como si las estiraba, me molestaban. El dolor era intenso, pero me consolaba saber que, protegida por Dios, no lo había traicionado.
En la mañana del tercer día, los malvados policías volvieron a emplear el mismo método para torturarme. Cada vez que me caía, el jefe de policía reía maliciosamente y decía: “¡Bonita caída! ¡Vamos por otra!” Entonces me levantaban, me caía de nuevo y él observaba: “Me gustas en esa postura; se ve bien. ¡Repítela!”. Así me torturaron una y otra vez durante aproximadamente una hora, hasta que, finalmente, con la frente sudada y agotados, lo dejaron. Me caí al suelo bocarriba y con la sensación de que todo daba vueltas. No podía dejar de temblar, los chorros de sudor salado me impedían abrir los ojos y tenía el estómago tan revuelto que quería vomitar. Sentí que me moría. Fue entonces cuando me vinieron a la cabeza las palabras de Dios: “‘Pues esta aflicción leve y pasajera nos produce un eterno peso de gloria que sobrepasa toda comparación’. […] El gran dragón rojo persigue a Dios y es Su enemigo, y por lo tanto, en esta tierra, los que creen en Dios son sometidos a humillación y opresión y, como resultado, las palabras de Dios se cumplirán en este grupo de personas, vosotros” (‘¿Es la obra de Dios tan sencilla como el hombre imagina?’ en “La Palabra manifestada en carne”). Con las palabras de Dios entendí que, en China, una nación gobernada por demonios donde creer en Dios y seguirlo garantiza un alto grado de humillación y agravio, Dios pretende utilizar esta persecución para formar un grupo de vencedores y con ello derrotar a Satanás, y que estos son precisamente los momentos en que debemos manifestar la gloria de Dios y dar testimonio de Él. Era un honor poder poner mi granito de arena para gloria de Dios. Guiada por Sus palabras, no solo descubrí una fuerza poderosa, sino que también le declaré a Satanás en mi corazón: “Vil demonio, me he fortalecido y, hagas lo que hagas para torturarme, no me someteré a ti. Aunque muera, prometo estar con Dios”. Cuando el jefe de policía vio que seguía sin responder a sus preguntas, retiró el palo con enojo y, con rabia, dijo: “¡Vamos, levántate! A ver cuánto te dura la terquedad. Vamos a jugar contigo un buen rato. ¡Seguro que te reventamos!”. No tuve más remedio que ponerme dolorosamente en pie, pero tenía las piernas tan hinchadas y doloridas que no me sostenía recta y tuve que apoyarme en la pared. Aquella tarde, el jefe de policía me dijo: “Cuando otras personas ‘se suben al columpio’, todas hablan a la primera. ¡Eres capaz de soportar bastante maltrato! Mira el estado de tus piernas y, pese a ello, no hablas. No sé de dónde sacas la fuerza…”. Después me miró de nuevo y gritó: “He hecho que muchísima gente soltara sus secretos, ¿y tú tienes el descaro de pelear conmigo…? ¡Ja! Aunque no te sonsaquemos nada, ¡podemos condenarte a penas de entre 8 y 10 años y haremos que las presas te insulten y peguen todos los días! ¡Te meteremos en cintura!”. Cuando le oí decir eso, pensé: “Dios está conmigo, así que, aunque me condenen a entre 8 y 10 años, no tengo miedo”. Como no le respondí, se dio un airado golpe en el muslo, dio un pisotón y me dijo: “Llevamos días tratando de que te vengas abajo. Si todos fueran como tú, ¿cómo podría hacer mi trabajo?”. Sonreí por dentro al oírlo, pues Satanás estaba impotente, ¡totalmente derrotado por la mano de Dios! En aquel momento no pude evitar recordar las palabras de Dios: “La fuerza de vida de Dios puede prevalecer sobre cualquier poder; además, excede cualquier poder. Su vida es eterna, Su poder extraordinario, y Su fuerza de vida no puede ser aplastada por ningún ser creado ni fuerza enemiga” (‘Sólo el Cristo de los últimos días le puede dar al hombre el camino de la vida eterna’ en “La Palabra manifestada en carne”). Cada palabra de Dios es la verdad y ese día la viví personalmente. No había comido, bebido ni dormido nada en tres días; me habían torturado muchísimo y todavía resistía, lo que se debía íntegramente a la fuerza que Dios me había dado. Dios velaba por mí y me protegía. Sin Su firme apoyo me habría venido abajo mucho antes. En verdad, la fuerza vital de Dios es extraordinariamente poderosa y Dios, ¡realmente omnipotente! Presenciar los actos de Dios fortaleció mi fe para dar testimonio de Él ante Satanás.
En la mañana del cuarto día, los malvados policías me obligaron a estirar los brazos hacia adelante a la altura de los hombros y a mantener una media sentadilla, tras lo cual me colocaron una vara de madera en el dorso de las manos. Poco tiempo pude mantenerme en esa postura… Bajé las manos y la vara cayó al suelo. La agarraron y con ella me dieron brutalmente en las articulaciones de los dedos y las rodillas, y cada golpe me provocó un dolor agudo; luego me forzaron a seguir medio en cuclillas. Después de varios días de tortura ya tenía las piernas hinchadas y doloridas, así que, tras estar en cuclillas solo un momento, las piernas no aguantaron mi peso y me desplomé con fuerza en el suelo. Me levantaron de nuevo, pero me volví a desplomar en cuanto me soltaron; así varias veces. Tenía las nalgas tan magulladas que no aguantaban estos golpes contra el suelo y, de tanto dolor, empecé a sudar por todo el cuerpo. Así me torturaron aproximadamente una hora. Luego me mandaron que me sentara en el suelo, me trajeron un cuenco de agua salada espesa y me ordenaron bebérmela. Al negarme, uno de los malvados policías me agarró ambos lados de la cara mientras otro me ponía una mano en la frente, me abría la boca con la otra y me vertía el agua en la garganta. El agua salada me supo amarga y cáustica; al instante el estómago me ardió y era tan insoportable que quería llorar. Viendo mi malestar, dijeron cruelmente: “No sangrarás tan fácilmente cuando te peguemos después de beber agua salada”. Apenas pude contener la rabia al oír eso. Jamás imaginé que la supuestamente honrada Policía Popular de China pudiera ser tan siniestra y malévola. Esos ruines demonios no solo pretendían jugar conmigo y hacerme daño, sino también humillarme. Aquella noche, uno de los malvados policías se me acercó, se agachó y me tocó la cara con la mano mientras me decía obscenidades. De puro enojo, le escupí directamente a la cara. Se puso furioso y me abofeteó con tal fuerza que veía las estrellas y me zumbaban los oídos. En tono amenazador, dijo entonces: “Aún no has sufrido nuestras otras técnicas de interrogatorio. Si mueres aquí, nunca se sabrá. ¡Confiesa o nos lo pasaremos mucho mejor contigo!”. Esa noche me tumbé en el suelo sin poder moverme lo más mínimo. Quería ir al baño y me dijeron que me levantara sola. Empleando todas mis fuerzas pude levantarme lentamente, pero me volví a caer al primer paso. Como no podía moverme, una agente tuvo que llevarme a rastras al baño, donde me caí redonda otra vez. Cuando desperté estaba de vuelta en mi cuarto. Me vi las piernas tan hinchadas que me brillaba la piel; tenía las esposas y los grilletes hondamente incrustados en la piel de mis muñecas y tobillos; me salían sangre y pus de las heridas y era un dolor indescriptible. Pensé en las demás técnicas de tortura que el agente que me tocó la cara acababa de decirme que utilizarían conmigo y no pude evitar sentir debilidad, por lo que oré a Dios: “¡Dios mío! No sé qué más harán estos demonios para torturarme y no aguanto mucho más. Por favor, guíame, dame fe, concédeme fuerza y permíteme mantenerme firme en mi testimonio de Ti”. Después de orar, recordé el sufrimiento que ha soportado Dios las dos veces que se ha encarnado para salvar a la humanidad: en la Era de la Gracia, con el fin de redimir a la humanidad, los soldados y las multitudes se rieron del Señor Jesús, lo golpearon y lo insultaron, tuvo que llevar una corona de espinas y acabaron crucificándolo vivo; hoy en día, Dios ha asumido un riesgo aún mayor al encarnarse para venir a obrar en un país ateo y, en silencio y sin quejarse, ha soportado la persecución y detención del Gobierno del PCCh, además de la oposición, el rechazo y la condena feroces del mundo religioso. Volví a recordar las palabras de Dios: “¿Acaso el sufrimiento con el que os enfrentáis ahora no es el mismo sufrimiento de Dios? Estáis sufriendo junto con Dios y Él está sufriendo junto con las personas. Hoy todos participáis en la tribulación, el reino y la paciencia de Cristo y, al final, obtendréis la gloria. Esta clase de sufrimiento es significativo, pero, en definitiva, debes ser determinado. Debes entender el significado del sufrimiento de hoy y la razón por la que debes sufrir así. Busca un poco de verdad en esto y entiende un poco del propósito de Dios y entonces tendrás la determinación para soportar el sufrimiento” (‘Solo buscando la verdad puede uno lograr un cambio en el carácter’ en “Registros de las pláticas de Cristo”). Cierto, hace mucho tiempo que Dios soportó el sufrimiento que yo estaba experimentando. Dios era inocente, pero para salvar a la humanidad corrupta soportó todas las torturas y humillaciones, mientras que mi sufrimiento era meramente para que yo misma pudiera alcanzar la verdadera salvación. Planteándome detenidamente la cuestión, me di cuenta de que mi sufrimiento apenas era nada comparado con el que padeció Dios. Acabé entendiendo la inmensidad de la tortura y la humillación que Dios soportó para salvarnos ¡y supe que Su amor a la humanidad es verdaderamente intenso y desinteresado! Mi corazón anhelaba y ansiaba a Dios. Por medio de mi sufrimiento, Dios me permitió comprender mejor Su poder y autoridad y que Sus palabras son la fuerza vital del hombre y pueden llevarme a superar cualquier dificultad; con ese sufrimiento, asimismo, Dios estaba refinando mi fe, templando mi voluntad y permitiéndome cubrir mis carencias y perfeccionar mis defectos. Conocí la voluntad de Dios y vi que mi sufrimiento de aquel día era un gran regalo de la gracia de Dios y que Dios estaba conmigo, por lo que no estaba sola. No pude evitar recordar un himno de la iglesia: “Me apoyo en Dios, no hay miedo, lucharé contra Satanás. Dios nos eleva, vamos todos a luchar y atestiguar a Cristo. Dios seguro cumplirá Su voluntad sobre la tierra. Le daré mi amor y lealtad, y mi devoción. Su regreso acogeré cuando venga en la gloria. Cuando el reino de Cristo se realice, volveré a reunirme con Él” (‘El reino’ en “Seguir al Cordero y cantar nuevos cánticos”).
El quinto día, los malvados policías continuaron obligándome a ponerme medio en cuclillas. Ya tenía las piernas y los pies tan hinchados que no podía ponerme en pie, así que los policías me rodeaban y empujaban de uno a otro. Algunos de ellos también aprovecharon la situación para manosearme. Solo pude dejar que jugaran conmigo como con una muñeca. Ya me habían torturado hasta un punto en que la cabeza me daba vueltas y tenía la vista borrosa. No obstante, justo cuando ya no aguantaba más, de repente oí unos pasos afuera, y entonces los policías corrieron hacia la puerta, la cerraron y desistieron de su juego cruel. Supe que aquello era una demostración de la misericordia de Dios y que Él estaba aliviando mi dolor. Aquella noche, un malvado policía se me acercó, se quitó el zapato y me puso su apestoso pie delante de la cara, mientras me decía lascivamente: “¿En qué piensas mientras estás ahí? ¿Hombres? Bueno, ¿qué tal esto? ¿Te gusta mi olor de pies? ¡Me parece que mi olor de pies es justo lo que te has estado perdiendo!”. Su indecente lenguaje me llenó de rabia. Lo miré con furia y, contemplando su rostro desvergonzado y repugnante, recordé las reiteradas ocasiones en que me habían torturado y humillado caprichosamente. Carecían de toda humanidad, eran peores que las bestias, no eran sino una manada de demonios totalmente desprovistos de razón ¡y los odiaba hasta el tuétano! Por mis vivencias personales de los días anteriores entendí que los de la Policía Popular, a quienes anteriormente había considerado auténticos modelos de respetabilidad, no eran más que unos malvados sinvergüenzas, así que decidí renunciar a Satanás, mantenerme firme y dar testimonio para satisfacer a Dios.
El sexto día empecé a quedarme dormida sin querer. El jefe de policía proclamó con orgullo: “¡Por fin empiezas a dormirte! ¿Quieres dormir? ¡Olvídate! ¡Te privaremos del sueño hasta reventarte! ¡A ver cuánto duras!”. Me vigilaban por turnos y, en cuanto cerraba los ojos o cabeceaba, daban latigazos a la mesa o usaban una fina vara de madera para golpearme las piernas —tan hinchadas que me brillaba la piel—, me tiraban violentamente del pelo o me pisoteaban el pie, y siempre me despertaba sobresaltada. A veces me daban patadas en los grilletes y, al rozar estos con mis heridas infectadas, el dolor bastaba para despertarme. Al final me dolía tanto la cabeza que parecía que iba a explotar, la sala parecía dar vueltas y me desplomé de cabeza sobre el suelo y me desmayé… En medio de mi aturdimiento, oí al médico decir: “¿No la han dejado comer ni dormir durante días? Están siendo demasiado duros. Y estos grilletes ya están incrustados en la carne. No puede llevarlos más”. Cuando se fue el médico, los policías me pusieron unos grilletes de 2,5 kilos de peso y me dieron un medicamento; fue entonces cuando recobré el conocimiento. Sabía que había sobrevivido solo gracias a la omnipotencia de Dios y porque Dios me protegía en secreto, aliviaba mi dolor y atenuaba mi tortura al hablar por boca del médico. Tenía más fe en Dios que nunca y hallé el tesón para luchar contra Satanás hasta el final. Dios era mi gran apoyo y mi refugio. Sabía que, sin permiso de Dios, Satanás no podría quitarme la vida con ninguna clase de tortura.
En la mañana del séptimo día estaba demasiado cansada como para aguantar más y seguía quedándome dormida. Uno de los malvados policías vio mi estado y continuamente me insultaba, me pellizcaba el dorso de las manos y me abofeteaba la cara. Aquella tarde, los malvados policías volvieron a preguntarme datos de la iglesia. Me apresuré a orar a Dios: “¡Oh, Dios! Estoy tan falta de sueño que no pienso con claridad. Por favor, protégeme y concédeme claridad mental para dar testimonio de Ti en todo momento”. Gracias a la protección de Dios, a pesar de llevar siete días y seis noches en vela, sin comida, agua ni sueño, la mente se me despejó por completo y, me tentaran como me tentaran, seguí sin contarles nada. Después, el jefe de policía sacó una lista de colaboradores misioneros que yo había escrito y trató de forzarme a revelar más nombres. Sin embargo, tras experimentar la crueldad de esos demonios, no iba a dejar que ninguno de mis hermanos y hermanas cayera en sus manos, así que invoqué a Dios para que me diera fuerza y, cuando el policía no estaba atento, me abalancé hacia él, agarré la lista de nombres, me la metí en la boca y me la tragué. Dos de los malvados policías me insultaron airadamente mientras se me echaban encima para intentar abrirme la boca y me golpeaban brutalmente la cara. A consecuencia de los golpes me salió sangre por las comisuras de la boca, me daba vueltas la cabeza y se me hinchó la cara.
Después de varias rondas de interrogatorios inútiles, no tuvieron más remedio que rendirse, por lo que me devolvieron al centro de detención. La policía del centro de detención vio lo malherida que estaba y le dio miedo responsabilizarse de mi muerte allí, así que se negó a admitirme. Frustrados, los malvados agentes de interrogatorios se vieron obligados a llevarme al hospital para que me administraran oxígeno. Posteriormente me devolvieron al centro de detención y estuve en coma cuatro días y cuatro noches. Después de que me despertaran las otras presas, me desmayé dos veces más. Al final, el Gobierno del PCCh me condenó a un año y nueve meses de reeducación por medio del trabajo por el delito de “pertenecer a una ‘xie jiao’”. Sin embargo, como me habían torturado tanto, estaba paralítica y no podía caminar, el campo de trabajos forzados no me admitió, así que la policía sacó un video mío en televisión. Tres meses más tarde, mi marido se enteró por fin de lo que me había pasado y se gastó 12 000 yuanes en la fianza para sacarme de la cárcel bajo libertad condicional. Cuando vino a buscarme estaba demasiado malherida como para caminar, por lo que tuvo que cargarme hasta el automóvil. Tras regresar a casa, los médicos que me examinaron comprobaron que tenía dos discos vertebrales dislocados, que no podría valerme yo sola en el futuro y que me había quedado paralítica de por vida. Pensé que pasaría el resto de mi vida en cama, pero gracias a la misericordia de Dios y al tratamiento continuado, un año después mi cuerpo comenzó a recuperarse lentamente. Verdaderamente fui testigo de la omnipotencia de Dios y de Su amor por mí. ¡Gracias a Dios pude retomar mis deberes como ser creado!
Con estos sufrimientos y dificultades, aunque sentí el máximo dolor, también recibí el tesoro de la vida. No solo vi nítidamente la esencia demoníaca del Gobierno del PCCh, sino, aún más importante, las maravillosas obras de Dios, la autoridad y el poder de Sus palabras, y percibí Su extraordinaria e inmensa fuerza vital: cuando más débil y desamparada estaba, las palabras de Dios me dieron fortaleza, valentía y fe para liberarme de las oscuras fuerzas de Satanás; cuando mi carne ya no soportaba más tortura y tormento, Dios dispuso una serie de personas, asuntos y cosas que aliviaron mi carga; cuando la tortura de los demonios me dejó inconsciente, la maravillosa obra de Dios abrió un camino y me puso a salvo del peligro… Con estas experiencias comprobé que Dios siempre había estado a mi lado velando por mí, protegiéndome y caminando conmigo. ¡El amor de Dios por mí es realmente grandioso! Dios es mi fortaleza en la vida, mi ayuda y apoyo cuando los necesito, y deseo dedicarme en cuerpo y alma a Dios, esforzarme por conocerlo ¡y vivir con sentido!
Fuente: Iglesia de Dios Todopoderoso
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